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Antonio María Calera-Grobet

12/05/2024 - 12:05 am

Correo Mayor

Dormir en aquellos días de su juventud fue difícil para el joven Bartolomé. Si bien su padre permanecía con mayor frecuencia en el albergue, su pequeño colchón lo expulsaba constantemente del sueño, haciéndole clavar los ojos en las manchas de humedad del techo que formaban figuras insospechadas pero perfectamente reconocibles.

“Camino a casa de su madre por la celebración de su aniversario de bodas, decidió tomar por el rumbo largo, acostumbrado por él y sus amigos en los tiempos de juerga”. Foto: Carolina Jiménez, Cuartoscuro

Existen sobre la tierra dos tipos de hombres: los que tienen valor y los que tienen miedo. Eso pensó el señor Bartolomé Antelmo y, sólo por eso, acometió los charcos de la calle de Madero en franco galope. Incluso el de una esquina un tanto hundida de Bolivar, sin importar que pudiera aterrizar sano y salvo en el filo amarillo de la banqueta. Lástima que el zapato de apoyo para el salto se hundiera en el agua dulce, cristalina, sobre la cual flotaban decenas de hojillas del viejo árbol que remataba la calle, y de paso ocultaba las marquesinas metálicas de varios establecimientos. El agua fría llegó rápido a la piel, dotando  a su dueño súbitamente de una energía singular. Fría y limpia, se dijo por dentro Bartolomé Antelmo, como si quisiera beberla para apagar su sed, requiriera a su edad de esas abluciones escurridas de los techos de viejas casonas, de la copa de sabios árboles estoicos. Se trataba cayó en cuenta, de una esquina por demás querida no sólo por él sino por sus antiguos compañeros de la Facultad de Ingeniería que, por donde se viera, representaba un umbral complejo a otra dimensión, un pasaporte de viajero para deambular por el centro histórico de cualquier país europeo. Por un lado, en confusión de espacio y tiempo, aparecía majestuoso el balcón europeo, el techo holandés, y algo que pudiera ser tal vez como Nueva York o Paris. Un viaje muy feliz sin moverse un milímetro de sus zapatos, como de periscopio a muchos otros lugares quiso pensar, pero no se pudo acordar de la palabra.

Bajando la vista pudo observar los anuncios metálicos de la famosa tienda de discos —oculta en partes por jirones de propaganda política atada a los postes de luz—, dos o tres peatones que parecían ser un asunto de la lluvia y, por el color detonante de sus maderas, un par de carritos de dulces y pañuelos desechables, agazapados bajo una cortina de plástico, que seguían despachando con soltura bajo un foco incandescente. Más por un extraño compromiso sentimental con los vendedores de aquellos puestos que por necesitar realmente de algún producto, cigarrillos o alguna golosina, Bartolomé Antelmo se acercó a pedir una cajita de fósforos sobre la cual se advertía la suerte esos días para el signo de Escorpión, misma que leyó en voz baja antes de entrar al edificio. Sentimiento de culpa, se dijo.

Un golpe de calor le llego de pronto. Vaho de los clientes, humor del gentío sobre las películas en descuento, los pasteles y chocolates, una mezcla de lociones de lima o perfumes dulzones, los éxitos musicales del momento que se presumían con sendos carteles publicitarios superpuestos una y otra vez, como si se tratara de los espejos de una peluquería pensó, mientras observaba una y otra vez las piernas delgadas de la cantante rubia anunciada en los aparadores. Entonces Bartolomé Antelmo decidió apurarse con su tarea. Paso de largo la música vernácula, la nacional, el folclor latinoamericano, se detuvo en la tropical, la salsa, hasta que su dedo índice dio con el último disco  de Evo Goncalvez, músico popular, recopilación de éxitos, ciento treinta pesos y monedas más. Dejó un tanto molesto el disco en su lugar, siguió su camino hasta dar con la puerta de empleados y solicitó a un miembro uniformado la presencia del señor Humberto López  Hernández, personal de Medicinas o Tabaquería, no supo explicar. Al cabo de unos minutos se vio salir al señor demandado, que portaba un uniforme parecido al centinela anterior. Un abrazo deforme, una sonrisa, palmaditas en los hombros, la entrega de un disco compacto y la entrega de un dinero a cambio. Humberto López Hernández: un amigo de infancia de la calle de San Jerónimo, quien durante más de diez años trabajaba en la tienda departamental, y que hizo el favor de firmar a nombre de su madre el disco compacto por el mismo Evo Goncalvez, viejo ya, visita distinguida de la empresa semanas atrás. Ciento treinta pesos del disco y más de doscientosd setenta por el favor de una firma que tal vez no es verdadera. Ni modo pensó, y encogió los hombros. Al salir del establecimiento por la misma puerta, Bartolomé Antelmo observó de nuevo los rostros de los que se guarecían bajo el dintel del gran portón, absortos, suspendidos, con sus pequeños paraguas extendidos, como si blandieran una espada de plástico. Viejos guerreros, aguados, cansados ya de tantas batallas, pensó, y rápido se puso en marcha con destino al festejo.

Camino a casa de su madre por la celebración de su aniversario de bodas, decidió tomar por el rumbo largo, acostumbrado por él y sus amigos en los tiempos de juerga. Quizá, muy en el fondo, porque quiso recordar los buenos tiempos, cuando no tenía por mucho las obligaciones de su vida actual. Bartolomé Alonso podría considerarse un tipo ciertamente ordinario. Buena parte de sus posesiones por ejemplo su auto, el enganche de su departamento, fue producto de un gran esfuerzo por parte de sus padres quienes, por más de 25 años, salieron de su departamento en la calle de San Jerónimo hasta dar diariamente, su madre con el Hospital de Jesús a unas cuadras como asistente de enfermería, y su padre con el mercado de San Juan para despachar desde las oficinas del lugar la llegada de mercancía perecedera. Arquitecto sin título por la Universidad Nacional Autónoma de México, a sus escasos treinta años alcanzó una libertad física y económica suficiente no sólo para  establecerse en su propio departamento (faltaba tiempo y una buena cantidad de dinero para liberarlo pero a fin de cuentas no había cesado en ese empeño), sino vivir acompañado de alguna que otra pareja informal por un tiempo, pasar el día a día con ciertos lujos.

Uno de estos lujos constituía, cada vez que terminaba su jornada laboral en la burocracia local —levantaba el censo de edificios en desuso para el Registro Público de la Propiedad—,  tomarse una primera copa en las cantinas que conociera desde joven, los días de pago o suerte  tal vez quedar a comer en El Casino Español, El Cardenal o El Danubio, escenarios del tipo como marco perfecto para el inicio de un encuentro. Luego del sitio de arranque se seguía con una trayectoria realizada especialmente para cada invitada. Eso sí, un itinerario que pareciera a sus ojos ser producto del azar, un trazo formado por la bondad del destino y la iluminación del amor posible. El final siempre era un suspenso entre dos posibilidades: terminaba en francachela en algún centro nocturno como el Barbazul de la Doctores, el Buterflies o el Azteca de Eje Central, o bien en la cantina Dos Naciones —que observaba abierta en ese momento como siempre—, donde, gracias a su amistad con los dueños, solía recibir descuentos especiales por cada botella. Dudo en parar pero aún así, pasó las puertas abatibles para pedir en la barra unos tragos al joven cantinero, quien le advirtió entre copas que los dueños acababan de salir. Juego un momento con la caja de cerillos, volvió a leer su suerte, su piedra preciosa, sugerencias para llevar a cabo de inmediato: no deje que lo metan en líos sus arranques de ira, no invierta sin seguridad, viene bien mantenerse en calma.  Calma, todo controlado, se dijo en cada momento.

Veinte años atrás, los padres de Bartolomé Antelmo debieron separarse de forma violenta. En ciertas noches de bebida con sus amigos, el señor Antelmo de hoy, recuerda las vociferaciones, el jaloneo de las ropas,  las huellas marcadas sobre los útiles escolares, mientras se encargaba del baño de sus hermanas, el vestido para el día siguiente. La familia tuvo que interceder, quizá demasiado tarde, ya que el señor Antelmo, padre de la familia, decidiera malbaratar los bienes adquiridos por la pareja en su tiempo, rematar las posesiones al postor más rápido, para luego derivarlos durante días a la piquera de la colonia. Una mesa vieja, un calentador eléctrico, un mueble con vitrinas de vidrio para lucir  las vajillas de la familia desde su interior, un par de sillones para la sala de estar y numerosos artículos decorativos entre espejos, cortineros, carpetas tejidas, figuras de Lladró, palas para cocina, copas, tarros y ceniceros  en fin, loza variada que fue regalo de bodas. Casi todos los vecinos se agolparon en los improvisados tendejones del señor Antelmo, se hicieron del botín a bajo costo, en pagos semanales, a cambio de comida en locales del rumbo. Cuando el señor Antelmo dejó la casa cubierto por una sábana blanca,  balbuceaba frases sin sentido que hacían eco en los cuartos vacíos, mientras su familia intentaba descifrarlas escondida en el patio trasero, a un costado de los tanques de gas y los fregaderos.

No habían transcurrido los días, ni siquiera incluso había entrado la normalidad en la vida de la familia Antelmo Llaguno —el padre orinaba las ventanas de la casa, se ofrecía a los jóvenes en las bancas del parque, debía recogérsele de las banquetas para llevarlo al albergue—, que en una especie de ritual por la limpieza y la persistencia de la memoria, la señora Llaguno decidió realizar la primera eucaristía de sus hijas en la iglesia de Regina y recuperar los bienes entregados por el padre de sus hijos. Se hizo una reunión en el patio de la vecindad, sobre el aljibe de la entrada, y se decidió que el joven Bartolomé sería el encargado de contactar con los frecuentados por su padre, los vecinos de cerca y lejos para la vuelta de los objetos a la familia. Se enlistó, se vieron los modos y las direcciones, se puso en el calendario el orden de la pesquisa. El joven Bartolomé Antelmo tenía un reto por obligación, y la presión le caía de peso al estómago. Había que congelar a los  amigos de la facultad por lo menos en las horas de la tarde. El lunes atrás del museo Franz Mayer, por la Plaza de la Santa Veracruz; el martes o miércoles recoger los sillones cerca de Casa Talavera, por Jesús Maria;  hablar para ir donde los señores Luis Alcocer y Genaro Ruíz tienen su bodega de plásticos a ver lo del equipo de sonido con casetera, ir si todavía viviera la señora Celina por el Hotel de Cortés para recoger las vajillas, en buen estado por ser propiedad de la señora Francisca Cué, la mayora del Hospital de Jesús —muy amiga de los Llaguno le decía al joven Bartolomé Antelmo su madre—,  para acabar con algo más por las calles de Primo Verdad y Moneda, una visita a tiro de  piedra en el Callejón de Mesones. Un capricho de tarea decía a su madre el joven Antelmo, una tarea de cargadores de pueblo, un casi  ingeniero como cartero de puras noticias oxidadas, así, contratado para entregar un correo mayor, un gran sobre de mierda de regreso a casa. Gritaba en la vecindad. No hubo salida para el joven encargado. La tarde se evitó por el calor y las filas de autos y camiones por lo que sería en las mañanas o las noches cuando se recogieran las cosas más portátiles. La tlapalería Ocampo prestaría la camioneta para los muebles pesados, y lo demás se llevaría con las manos. En numerosas ocasiones, como señal de resistencia, el joven Bartolomé Antelmo se presentaría ebrio o con fuerte aliento alcohólico, sin haber dormitado o dormitado casi nada, en cierto estado de exaltación que lo diferenciaba de la realidad.

El fulgor de las mañanas del centro sorprendió honestamente al joven Bartolomé Antelmo. Pensaba para sí que todo aquel que pudiera sustraerse a las maneras matinales de la gran ciudad —los trinos de los pájaros de la Alameda, el olor del carbón sobre el anafre de los expendios de tamales, teleras, champurrado y café, los puestos de voceadores recién floreando de revistas y periódicos y hasta el movimiento viscoso del transporte público con todo y el estupor de los burócratas apoltronados en sus asientos—, era porque esa persona era proclive a la muerte. Paralelo a la vida por lo menos, se decía, mientras cruzaba con la avenida con dirección al Teatro Hidalgo, cerrado años atrás como el Teatro de la Ciudad, como el Teatro del Pueblo, como el Teatro Insurgentes, como el Teatro del Mundo, por problemas sindicales por supuesto, causados por problemas de presupuesto, causados a su vez por problemas de corrupción. Reía. Sin saber porqué, le vino a la mente una cadena alimenticia de lo más interesante. Imaginó al Presidente dándole un dinero al Secretario de Gobernación, dándole un dinero al Director de uno de los Aparatos del Estado, dándole un dinero Presidente del Honorable Sindicato, dándole un dinero a su familia, dándole un dinero al hijo mayor, dándole un dinero a un narcomenudista y a un enganchador, dándole el dinero a una prostituta, dándole un dinero a un proxeneta, que terminaría perdiéndolo todo en una apuesta de futbol. Reía otra vez. Nadie sabe para quien trabaja decía. El teatro está muerto por un tiro al poste de Zorros contra Estudiantes. Cruzó el jardincillo a un costado del Museo de la Estampa y entro a la vecindad del número 43, a la izquierda, seguir derecho, a la izquierda de nuevo, en el número cuatro. Llamó la atención de Bartolomé Alonso lo que provino de aquella vivienda al abrir sus puertas: una onda olfativa que era hedor a caldo de pollo, un cortés anciano con muletas y cigarrillo en la boca, críos de medio metro mugrosos en calzoncillos, una quinceañera para eliminar algunos rollos de papel tapiz cubiertos de lentejas y un niña peinada con colitas que por debajo sábanas y sostenes conducía con soltura un carrito eléctrico de color rosa. Hasta que llegó la aparición de la señora de la casa, que reconoció al instante por el delantal que llevaba sobre la blusa. El delantal se dijo, el nuevo overol para mujer, vestido de uso cotidiano de distintos colores para cada día de la semana. El protocolo obligado, saludos enviados recíprocamente por las madres, decir lo que la señora quiso escuchar, una cierta vergüenza al dar y recibir dinero por los objetos personales y listo. Casi todos. Un pequeño buró y una caja de figuras de cerámica estaban de regreso. Sencillo todo, quedó entonces la tarde abierta para el trago con los amigos.

Camino a casa de su madre por la celebración de su aniversario de bodas, decidió tomar por el rumbo largo, acostumbrado por él y sus amigos en los tiempos de juergaPasadas cada vez más en colonias de los suburbios, entre alcohol y papeles de cocaína, las salidas nocturnas se desprendían de su tono menos grave y los resultados del estudio se daban cada vez con mayor dificultad. Además, contrariamente a la extraña valoración que daban sus amistades a su inestabilidad sentimental, necesitaba del diálogo fijo de una compañera amorosa.

A la mañana siguiente, la casa despertó de súbito con un olor  mezclado entre café, aceite hirviendo y huevo. Panes con mantequilla y azúcar de La Joya, la telera o el bolillo comprado a unos metros en La Madrid. Sin tomar conciencia del acto consuetudinario, la señora Llaguno había preparado lo que sería  un desayuno tradicional para su familia, un conjunto de relaciones que sería recordado por Bartolomé Antelmo con nostalgia durante su edad adulta. Por lo pronto el joven Antelmose quejaba de su cama reblandecida y del dolor de riñones. Habló poco y al final terminó desapareciendo con pretexto de la ducha matinal, y pensando que si el pudiera cambiar las cosas,  cambiaría el terrible olor de la mantequilla corriente con que su madre infestaba la en cada desayuno. Siempre de la misma manera. La freía en el comal todavía caliente, la untaba sobre mitades de bolillo recién hecho que tostaba sobre un comal, para espolvorearlo al final de azúcar, que no pocas quedaba prendida a sus labios. Bartolomé Antelmo se apuré a salir sin decir mucho, mas dirigía el rumbo a su segunda visita, por atrás del Templo Mayor.

Aunque retumbaba su cabeza por la resaca, la caminata le ayudó a olvidarse del mal humor. Caminar bajo el sol y también, extrañamente, fumar en amplias caladas. Se sintió todavía fuerte a pesar de sus reuniones nocturnas. Compró el periódico, algo poco común que le produjo casi simultáneamente una satisfacción y una pequeña sonrisa de cinismo. Con cierta sensación de culpa, quiso leer detenidamente pero fue presa de la memoria al pasar por el Palacio de Hierro, por Liverpool, a donde asistía de niño de la mano de su madre a ver los aparadores, agitar imaginariamente las compras. No fue sino hasta doblar la esquina en la Plaza de la Constitución, que el joven Antelmo reparó que se había distraído algunos segundos en algo que no recordaba plenamente. Observó los bellos arcos del Palacio del Antiguo Ayuntamiento —no así a los polizontes que flanquean sus  puertas o los indigentes que se tiran debajo de ellos—, los azulejos en representación de varias estampas bucólicas, la personalidad total del edificio ciertamente señorial. Todo como antesala de la vista majestuosa de la gran plancha. El joven Bartolomé Antelmo se quedó perplejo ante la vista panorámica, abriendo el pecho para jalar hondo ante el golpe de sensaciones. Por más que uno cruce toda la vida por aquí, pensaba, siempre sentirá algo que sale desde lo hondo. Jugo con las palabras: miedo al futuro, orgullo del pasado, temblor de piernas que acusa inseguridad. Algo que entiende mucho la generación de la crisis, se dijo, apretando la cara. Prefirió seguir con la mirada. Al fondo, la Catedral Metropolitana erguida con solemnidad, se presentaba un tanto difuminada en sus torres, tal vez por la perspectiva azul de los elementos en lejanos, quizá por el tema de la contaminación. Tras recorrer los puestos de comida frita sobre tapas de tambos, los tinglados de pacas de ropa usada y artículos de jercería —que le parecerán más bien cercanos a Marruecos en la edad adulta—, hacerse el desatraído tras toparse varios toritos, vendedores ambulantes, sospechosos transeúntes que mostraban material de computo oculto en sus gabardinas, dio con la calle y número elegido. No se encontraba la persona indicada, había dejado instrucciones de cobrar por un esquinero y una cabecera —sin que supiera que fueron trabajados por carpinteros de fama en La Lagunilla—, un juego de vasos pintados de dorado y, quizá lo más importante, un equipo de sonido equipado con casetera, que el diablero se negó a acarrear hasta San Jerónimo sin una cifra de dos ceros. Al llegar a casa el joven Antelmo fue llamado por la palomilla a restablecerse con un pase y un trago en La Ferrolana, una vuelta por el Fiuma cerca de la calle de Dolores, ir con las mujeres al California. Nada complicado, le advirtieron.

A la mañana siguiente el joven Bartolomé Antelmo se despertó aún borracho, para recibir un palto de consomé caliente de manos de su madre. La consigna de los objetos había terminado, se contaba en casa ya con lo más importante, dijo resignada pero feliz la señora Llaguno. La familia de dos comenzó entonces a hablar del pasado, y se dio a la tarea de limpiar los cubiertos, las figurillas blancas, los muebles, el viejo equipo de sonido. Para sorpresa de ambos, cuando Bartolomé Antelmo sustituyó las baterías y obturó el botón para correr la cinta guardada en el aparato, se dieron cuenta que todavía servía, por los ruidsos secos de las bocinas. Desempolvado, arreglado un falso del botón de volumen, pudieron escuchar  con absoluta claridad una melodía trazada por un contrabajo y un triple: ni nada más ni nada menos que el viejo casete de su padre con los éxitos de Evo Goncalez, hijo de la caña de azúcar y amigo del pueblo latinoamericano, solían decir al presentarlo. La madre entonces soltó el llanto de alegría y pidió a su hijo comprará una cerveza familiar y cigarrillos. Había que comenzar la fiesta por la llegada de los objetos personales, celebrarlo en grande con la música del maestro Goncalvez, hasta entrada la madrugada. Al día siguiente, sin dar explicaciones a su hermana en Estados Unidos, sin dar muchas pistas a los amigos de la vecindad, el joven Bartolomé Antelmo dejaba la casa materna para seguir su vida independiente.

Veinte o más años después, de camino a casa de su madre para la fiesta de su aniversario de bodas, Bartolomé Antelmo se vio atrapado por la lluvia. Por eso apretó el paso y dobló rápidamente la esquina de su casa. Luego de bañarse y bañarse en colonia, alistarse con su nueva chaqueta de piel         —seguramente robada, pensó, y vendida en pacas como las que veía  de niño en el centro—, bebió un trago hondo de la botella de tequila y otro más de una botella de plástico con jugo de naranja. Prendió un cigarro y sacó de su cartera una bolsilla de cocaína al que metió una llave larga. Inhalo un par de veces. Se trataba de una noche especial, se dijo, y salió a paso veloz con tumbo a la tienda departamental. A estas horas y este día siempre hay mucha gente, se dijo, cuando observó a la multitud agrupada en sus puertas. No había nada que hacer más que darle prisa al trámite. Todo fue un éxito. Se merecía un par de tragos y por eso paró en la cantina. Se emborrachó medianamente y paró. Pensó entonces que existen sobre la tierra dos tipos de hombres: los que tienen valor y los que tienen miedo. En eso pensó y sólo por eso apretó el paso de camino a casa de su madre y apretó también el disco contra el bolsillo de su chaqueta para verificar que estuviera con él.

Pasó por la iglesia de Regina, en la que sus hermanos hicieran su primera comunión, ahora iluminada hasta su torre con la más alta tecnología. Lo sabía bien por la información pegada en los vagones del metro. Sus puertas cerraban a esa hora. Pasó también por una hilera de palmeras recién plantadas a lo largo del atrio, andamios para dar retoques a las fachadas y nuevos bares y fondillas con parejas a la mesa y velas, un grupo de música ruidosa, una obra de teatro callejero pidiendo unos pesos en sombreros antiguos. Observó detenidamente a uno de los actores, acompañado por un sonsonete pegajoso, un pedazo de panal saturado de miel de abejas, un tintineo de trompetas alineadas mágicamente, que lo dotaban súbitamente de una energía particular, como pie metido al agua fría, como los cuatro o cinco rones de la cantina, un estribillo del maestro Goncalvez que había dejado de presentarse en el auditorio de su cerebro por  mucho tiempo.

Mientras se acercaba a la calle de San Jerónimo el señor Bartolomé Antelmo comenzó a sentirse nervioso. Le apretaba el pecho y sentía burbujas en el estómago. Se encontró frente a su casa y como un ejercicio de suerte apretó la cajetilla de fósforos. Calma, calma. Todo sencillo. Tocó a la puerta.   Su madre misma le abrió. Le dio a su madre un abrazo torpe mientras le acercaban una silla para que se reuniera a la comitiva. Ordenados todos en el patio de la vecindad, quiso reconocer a algunos rostros de parientes y amigos perdidos décadas atrás en las fotografías del álbum familiar. Muchas caras nuevas, su sobrinas llegadas de los Estados Unidos. El señor Bartolomé Antelmo recordó entonces su regalo, y lo puso personalmente en las manso de su madre. Es una música de Evo Goncalvez madre, firmado para ti especialmente. Su madre asintió. Los invitados entonces se entregaron al pastel y a la música del ídolo Evo Goncalvez, reunida toda de manera increíble en un solo disco repetía senilmente la señora Llaguno. Un joven vestido de blanco y negro se acercó al señor Antelmo, Bartolomé Antelmo Llaguno y le ofreció algo de tomar. Un ron dijo, y lo apuró para pedir otro de manera inmediata. Tengo sed, le dijo al muchacho,  mientras observaba a su madre bailar su música vieja, un tintineo de trompetas alineadas que le recordó de pronto el desastre en que se había desenvuelto su vida solitaria, lejos de aquel territorio de su infancia, una ruina que reconocía en silencio y por ello no interesaba a ningún presente.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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